VLAD

In memoriam a mi amigo Sergio Ceniceros
por su gusto a lo esotérico.
En uno de los amplios salones del castillo tuvo lugar, a mediados del siglo XV, una de las reuniones más espantables que una mente retorcida y divertida puede imaginar. Se festejaba el cumpleaños número treinta de Vlad Tepes, príncipe de Valaquia.
El empinado sendero que conducía al castillo era iluminado por veinte antorchas humanas, amarradas a sendas cruces, que la previsora cortesía de Vlad había mandado colocar para que los carruajes de sus invitados no se salieran del camino y evitaran caer en los desfiladeros que servían de defensas naturales a la edificación. Los alaridos de los sujetos, que tenían el honor de servir de antorchas, eran un preludio divertido que auguraba una fiesta memorable y fascinante. Y así fue en efecto.
En concordancia con el gusto majestuosamente fúnebre del Príncipe, los músicos estaban disfrazados de seres de ultratumba, los festejantes vestían atuendos coloridos y las melodías eran alegres, pegajosas e invitaban a la danza.
En un extremo de la larga mesa, Vlad correspondía a las felicitaciones de sus comensales con una leve inclinación de cabeza, al tiempo que iba pasando los regalos a varios lacayos adolescentes, quienes corrían a depositarlos en una mesa lateral bellamente decorada con un mantón de terciopelo negro.
La comida preparada por los mejores cocineros de la región, so pena de ser ejecutados si uno de los comensales se quejaba, satisfacía al más exigente de los paladares de los nobles presentes.
El anfitrión no solamente decidía con la debida anticipación cual habría de ser el menú, sino que juzgaba la calidad y el sabor de los alimentos antes de que todos se lanzaran con no disimulada fruición a devorar las viandas. Por eso, cuando un paje colocó ante el Príncipe la bandeja con el plato principal, todos los presentes convergieron sus miradas en su alteza. La expectación era notoria porque se sabía que Vlad había demorado más de tres meses en elegir aquel manjar.
Con no disimulado orgullo, el soberano cortó un trozo generoso del asado, lo saboreó y un esbozo de sonrisa movió sus comisuras. Iba a decir algo, cuando, ante el asombro de los convidados soltó un llanto súbito, incontrolado y pesaroso.
Calló la música. Calló el cuchicheo de los hombres y las risas de las damas. Y en aquel silencio casi sobrenatural, conteniendo sus sollozos a duras penas, el Príncipe se dirigió a los presentes:
—Amigos míos, año con año ustedes vienen para festejar mi onomástico. Cada uno de sus regalos, a cuál más lujoso y bello, adorna los salones de mi castillo. Año con año me esmero para satisfacer su gusto sibarita, y si un plato satisface su paladar trato de incluirlo en la próxima ocasión. La exquisita vianda de esta noche es el mejor alimento que paladar alguno probará jamás. Pero lamento, lloro por eso, pues nunca más nuestro paladar degustará la regía suavidad de este rosbif… porque… ¡madre sólo hay una!
4 comentarios
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Pilar Remartínez
Estimado Héctor:
Muchas gracias por tu presencia y tus valiosos escritos.
Besos y abrazos desde este rinconcito de Madrid.
Pilar R
Héctor
Mi querida Pilar:
Gracias por tu presencia. Un saludo.
M.Emilia Fuentes Burgos
Mi querido Héctor:
Una inolvidable fiesta la ofrecida por esta señor Vlad. Espeluznante espectáculo el sendero de las antorchas humanas.
Y el remate del relato? Para descolocar al más bien parado! Al puro estilo de grandes escritores apasionados del humor negro. Cómo te admiro Maestro!
Mi felicitación y agradecimiento, por compartir tus bellas letras, en un abrazo.
Que tengas un lindo fin de semana!!!!!!
Emilia.
Héctor
Mi querida María Emilia:
Gracias por tus palabras. Un abrazo.