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Club literario El rincón del caminante

Trasladando letras: La confesión de un chico malo.

Trasladando letras:  La confesión de un chico malo.

 

 

 

 

 

 

LA CONFESION DE UN CHICO MALO

(Los recuerdos están hechos de pasta quebrada)

Tengo que reconocer que yo a la edad de quince años era un petardo de mucho cuidado. No quiero decir con ello que fuera un adolescente intrínsecamente malo, aunque la opinión de algunos de mis profesores no fuera exactamente la misma.

Me consideraban un ente rebelde, difícil de educar por varios motivos.

Quizás el principal, fuera mi individualismo y mis peculiares formas de entender el mundo que me rodeaba y que no se avenía con el orden establecido en aquella España pacata, oscura y represiva, de los años cincuenta.

Es necesario decir que hasta esta edad cursé mis primeros estudios de bachillerato en un colegio religioso, jesuita para más detalles, en el que primaban una gazmoñería y un elitismo insufrible.

Los discípulos de Ignacio de Loyola se cansaron de sufrir mi presencia y, con toda la amabilidad que les fue posible, me indicaron la puerta de salida. Nunca podré agradecerles lo bastante tal distinción, que me abrió las posibilidad de conocer un mundo más real y menos hipócrita.

Guardo muchas anécdotas de aquellos años, que hoy día, al recordarlas con la distancia, me divierten y mucho. Hay una muy especial a la que tengo mucho cariño. Cuando pienso en ella me produce una hemorragia de placer. Os la voy a contar con unos diálogos que, si bien no fueron así realmente, el espíritu de los mimos responde a lo que ocurrió.

Aquellos de vosotros/as, que hayáis estudiado en un colegio religioso sabréis de lo que hablo, si bien, al ser mucho más jóvenes que yo, quizás sea algo diferente. En la España de los años cincuenta, en los colegios religiosos era obligatoria la misa y la comunión diaria, los ejercicios espirituales, el mes de María, los primeros viernes de mes, el rosario vespertino y la confesión semanal. Un menú para estómagos píos, ahítos de ansias evangelizadoras y pasión por el martirio a manos de los infieles, dignos de perdón, al no saber lo que hacían.

Vaya por delante que respeto profundamente a todo aquel al que todas estas prácticas religiosas le llenan el alma y le ayudan a transitar por este valle de lágrimas con fe, esperanza y caridad.

Bien, a lo que iba; un viernes por la tarde fui a la obligada confesión de mis pecados en la capilla del colegio. Allí estaban varios de mis compañeros en silencioso recogimiento, a la espera de su vez para enfrentarse al inquisidor de turno, oculto en el confesionario.

Tengo que advertir que aquel viernes tenía mal cuerpo. Me habían dado el boletín con unas notas impresentables y un aviso a mis padres, señalándome casi como un Belcebú en miniatura, envuelto en vahos de azufre. Mi ira era casi bíblica, teniendo en cuenta que muchas de las calificaciones no respondían a una verdad absoluta, sino a una desmedida campaña de desprestigio personal para justificar la crónica de una expulsión anunciada.

Llegué al confesionario con el ánimo encendido y vengativo. Me arrodillé delante de la rejilla de madera y un olor a sotana mal secada o a axila mal lavada ofendió mi pituitaria. Me aparté un poco     y atisbé por un hueco de la celosía de madera.

Sentado y con aire adormilado estaba el confesor, del cual no me acuerdo del nombre.

Me recibió con la consabida introducción al sacramento, entonada con una voz cansada y monocorde:

— Ave María, Purísima.

— Sin pecado concebida, aunque no acabo de entenderlo muy bien —respondí con un tono cínico.

— ¿El qué no entiendes bien, muchacho?

—  Eso de «sin pecado concebida».

El confesor se irguió de repente como si le hubieran puesto una chincheta en el culo.

— ¿Quién eres, a qué curso perteneces?

— Soy Alejandro Palés, voy a Cuarto B.

— ¿Alejandro Palés? ¿Te conozco?

— Supongo que sí, pero no creo que sea por mucho tiempo, porque me quieren expulsar del colegio —se lo dije con un aire entre dolido y resignado.

— ¡Ah, ya! ¿Sabes que eso que pones en duda es un dogma de fe y te puede acarrear la condena al fuego eterno?

— Eso, padre, tampoco lo tengo muy claro. Nunca he visto a un ángel ni a un demonio, y mucho menos el infierno, las llamas y todo eso. Me suena a una película de miedo.

— ¡Cállate, majadero! ¡Ni una palabra más! ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

— Hace una semana, como todos los viernes. Es obligatorio.

— ¿Y qué te dijo el confesor sobre esas dudas que me has expuesto?

— Nada, era el Padre Arcadio, estaba medio dormido, ni se enteró de la mitad de las cosas.

— ¡Claro que se enteró! Seguro que rezaba por tu alma.

— ¡Pero si le conté una sarta de pecados y sólo me puso un Padre Nuestro de penitencia! Y eso que había tela…

— Bien, dejémoslo estar. Sigamos. ¿De qué te arrepientes?

— De todo un poco, no hay tiempo de pecar mucho en una semana. Ni he robado, ni he matado a nadie, quizás he dicho alguna mentira y poco más. Vamos, un asco de confesión.

— Ya, me imagino que no has matado a nadie, ¡faltaría más! Pero ¿qué me puedes decir de los actos impuros?

¡Lo sabía! Era el tema recurrente de todas las confesiones. Lo único que les excitaba y les despertaba de sus letargos. Se acercaban a la reja con la oreja pegadita a ella para no perderse detalle de los íntimos secretos de nuestra debutante y reciente sexualidad. Yo lo estaba esperando con ansiedad y ganas de escándalo. Si quería guarradas, las tendría como para hacer un manual.

— Pues, la verdad es que esta semana me he tocado poco —lo dije con aire displicente.

— ¿Qué te has tocado, hijo mío?

— Pues qué va ser, el pene. Me lo estiro y lo descapullo. Dicen que así se vuelve más grande y ya no encoge más, y a las chicas dicen que les encanta cuando se la metes.

— ¿Cómo dices? ¿Cuántas veces te tocas? —se notaba un interés creciente por su parte.

— ¡Ufff! No lo sé, quizás seis o siete veces al día, depende de lo aburrido que esté. A veces se lo estiro a Paco, que dice que no le crece.

— ¿Cómo dices? ¿Pecas en grupo? ¿Con quién dices que pecas?

— Con Paco Fuentes de Cuarto A —Paco Fuentes era un meapilas de cuidado. Un enchufado. El ejemplo que nos ponían siempre a seguir, y la verdad es que era la repelencia en estado puro. A ver si así, con mi declaración, le mareaban un rato, que ya era hora.

— ¿Y con alguien más?

— Sí, claro, con mi prima Maribel, que es un poco mayor que yo y tiene un par de tetas duras y tiesas como manzanas reinetas.

— ¿Y tus padres lo saben?

— Sí, claro.

— ¿Y qué dicen?

— Que no pase de aquí, si no me meten interno en Lecároz.

— ¿Eso te dicen? ¿No les da vergüenza?

— No, mis padres siempre se están tocando.

— ¿Delante de ti?

— Sí, y tanto. A veces les oigo en su cuarto, cuando corren desnudos, y a mi padre que grita: « ¡Anita! te la voy a meter hasta no sé dónde», porque no les oigo bien.

— ¿Qué es lo que no oyes bien?

— Pues, eso, que no sé dónde se la quiere meter.

El aliento del confesor lo notaba más cerca de mi rostro, no sé si llovía, pero me salpicaban unas gotitas por la cara. Luego supe que eran sus babillas.

— ¿Y te tocas con alguien más? —preguntó presa de una gran excitación.

— Sí, pero es con la chica que viene a limpiar.

— ¿Y qué haces con ella?

— Mejor dicho, qué hace ella conmigo, querrá decir.

— ¿Ella te hace algo?

— ¡Claro! Me hace cosquillas en el pene hasta que se me pone grande y muy colorado.

— ¿Te masturba? ¿Es eso, lo que hace esta desvergonzada?

— ¿Y eso qué es? —pregunté con fingida ignorancia.

— La expulsión de un líquido blanquecino que se llama esperma y es un flujo biológico vital que conviene no malgastar so pena de sufrir terribles enfermedades. ¿Expulsas este líquido?

— ¡Y tanto! Hasta que me vacío totalmente y dejo el pijama hecho un asco.

— ¡Onanismo! Esto es onanismo. No sigas por este camino porque te vas a volver ciego y se te pudrirán los huesos. Desde luego no me lo puedo creer. ¿Tú sabes lo que estás haciendo, desgraciado?

— Yo veo muy bien y los huesos los tengo muy duros. En la revisión médica que me hicieron el mes pasado en el colegio me dijeron que estaba muy sano.

—Sí, claro, porque eso no se nota inmediatamente. Dentro de un par de años si sigues por este mal camino lo pagarás muy caro, se te caerá el pelo, y tendrás el aspecto de un viejo ciego y sordo. Hazme caso.

Se produjo un pesado silencio que no me atrevía a interrumpir. Sólo oía la respiración entrecortada del pobre cura que debía pensar qué clase de energúmeno estaba al otro lado del confesionario. Me lo tomé con calma hasta que oí su voz:

— ¿Te arrepientes de todo corazón de eso que me has contado?

— Sí, claro —respondí sin mucha convicción.

— ¿Y haces propósito de enmienda?

— No, en absoluto.

— ¡Qué dices, descarado!

— Que no, si no ¿de qué me voy a confesar el próximo viernes?

El cura salió del confesionario rojo de ira ante la mirada atónita de mis compañeros que esperaban su turno. Me miró de arriba a abajo con un gesto estupefacto y volvió a meterse en el mismo. Luego, con una voz autoritaria y solemne, sentenció:

— Si no hay enmienda no puedo darte la absolución. Eres carne de infierno. Tú mismo.

— ¿No me perdona? —lo dije como si me importara mucho.

— Exactamente. Serás un réprobo, un ser maligno, un amigo de Satanás. Y, si te murieras esta noche en pecado mortal, irías, mira lo que te digo, directo al infierno para toda la eternidad.

— Pero entonces parte de la culpa también sería suya, por no darme la absolución, ¿no?

— ¡Tuya, solamente tuya! Tú y tu falta de humildad, la ausencia de remordimiento y el no querer enmendar tus malos actos serían la causa. Dios en su infinita bondad está dispuesto al perdón. Pero tú en tu soberbia rechazas su mano. Eres un ángel caído.

— ¿Así que no va a perdonarme? —pregunté con estudiada candidez.

— Si no hay enmienda, no.

— Pero le puedo engañar, decirle que sí y luego ni caso.

— Eres malo, Alejandro, eres malo, retorcido, mal educado y descarado – detuvo un momento su sarta de epítetos a mi persona, cogió aire y exclamó—: ¡fuera de aquí, inmediatamente!, eres una mala semilla.

— Vale —me levanté del confesionario y aparté las cortinillas que ocultaban al iracundo confesor. Le miré a la cara y con una voz lo suficientemente alta para que la pudieran oír mis compañeros, le dije:

–  Yo soy más bueno que usted, porque yo le perdono de corazón todo lo que me ha dicho, pero usted es malo porque no sabe ni quiere perdonar. Y quiero que sepa que la mayor parte de las cosas que le he contado son un cuento, pero usted ha disfrutado lo suyo, y eso me parece que es pecado, ¿o no? ¡No se le ocurra morirse esta noche!…, porque se va de cabeza a las calderas de Pedro Botero…usted mismo.

El veinte de Junio de 1955, a la edad de quince años fui expulsado del colegio de los jesuitas con la etiqueta de ser un alumno rebelde y falto de principios educacionales básicos.

Yo pensaba, precisamente, que iba al colegio para que me los enseñaran, pero se ve que sólo querían a los que ya los tenían. Desde luego, es mucho más cómodo.

FIN

Código: 1405150867432
Fecha 15-may-2014 8:51 UTC
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Comentario por Daanroo Mattz el abril 26, 2013 a las 10:33pm
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Hombre, pues sí, que me “suena” (jijiji) a que usted era un chiquillo listo y majaero….

 

Pero la verdad, es que he reído de lo lindo… y es que las consecuencias de ser un ser inocente, siempre se imponen.

 

Y sí, las reglas no eran tan distintas, de cuando yo me acerqué a la iglesia, puedo decirle:

ja… mis manos aún sienten el cúmel de mi viejo amigo, el sacerdote Huitzil y eso, que creo,

yo era una blanca paloma; (nunca enseñe que había debajo de mis plumas, la verdad) pero mi pregunta siempre era:  ¿Padre Huitzil, para que me confiesa, si vivo en su casa…?,

Él siempre decía que la casa de D-ios, era testimonio de la vida del hombre,

y yo siempre de ayudanta, me la pasaba atestiguando y enfrentando los caminos terrosos

del curato. (sinff…)

 

Si, muchas veces, uno aprende a vivir, lo que le ponen al plato; pero otras,…mmm…. luego de morir el Padre Huitzil, y repasar el tiempo, aprendí del “Uno” que ciertas “cosas” se vuelven contra uno y nos estrellan justo en el aire.

 

Pero eso, de estar cómodo, en la mismísima  “Casa del cielo”, tiende a veces mucho que desear, y más si lo que se busca en ella, es la paz, la serenidad y la espiritualidad como concepto básico del vivir.

 

Uno cambia con los años, y deja pasar lo bebible, para absorber lo incomible; por ejemplo, mi hermano “visto santo,  por su niñez”, nada debía, más que haber nacido de mujer, sin embargo, al paso, se volvió hombre y se entrego a Jesús y a su vida íntegra la volvió guía de su pie, su mano y su familia, ya no se diga, o se hable de sus feligreses.

 

Imagine si no existirá   “terror”,  jijijji de tener en casa, al justo, a la justicia y al justiciero, digo, por aquello que dicen que “los santos, santos son, y éste y todos los curas, van pá-santos que vuelan…”  al menos desde el concepto, confesión, pues si los ponemos a muchos de ellos en fila, la cara que iba a poner nuestro Señor, al confesar ellos, que siempre fueron más “hombres” que siervos.

 

Cosas del hombre, Sir;    creo que mejor,  a D-ios, Jesús y sus conceptos, le dejamos la vida entera para que haga de ella su búsqueda y la santifique. ( aunque ya se haya hecho de ello una parte, nos falta su vuelta de hoja, ya veremos que pasa entonces)    Pero al hombre, Sir,  hay que darle “de porres”, para que se despierte, pues siendo hombre, como tal juzga y es juzgado… (a la brava, pero lo hace…) y ni disculpa, ni empeño ni confesión lo cambian, – no que yo sepa o haya atestiguado de uno de ellos.-

Pero, hay que decir que  no por eso,  deja de ser hombre que necesite de su espiritualidad para socavarse, o de su salvación, para eternizar sus hechos.

La respuesta, seguro, nos quemará los pies como a Cuauhtémoc, (tú no pa, el otro Cuauhtémoc).

 

Por cierto, yo sigo siendo “rebelde”, solo que llevo enaguas y me las amarro, cuando voy a brincar la cerca.  sólo espero no astillarme, según cuentan los años de los vivos, es muy doloroso….

Daanroo Mattz, caballero

apegada a su principios y a sus defectos.

 


ESCRITOR DESTACADO
Comentario por Alejandro Pales Argullós el abril 27, 2013 a las 1:13pm

Gracias por su extenso comentario y por su personalísima forma de escribir…realmente sugestiva.Comparto muchos puntos de vista y me gusta la rebeldía aunque para ello sea necesario amarrarse las enaguas.En mi caso los calzones.
Un saludo.

 

 

 

1 Comentario

  1. Buen relato, partiendo en primera persona, que da una doble sensación si es su historia o es inventada. Al pobre chico no le comprendieron, le hubiese tocado una madre como yo y le contesto todas sus dudas, jejejej. Un abrazo

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