Melodía para los sentidos

Ana era una mujer pequeñita, de apariencia frágil, había llegado huyendo, una vez más, de su anodina vida en un pueblo de Extremadura. Parecía que la desgracia la seguía y la mala suerte había decidido acompañarla allí donde fuera.
Aquella noche, cuando Ana llegó a su nuevo hogar, realizó una vez más el tedioso ritual de deshacer las maletas. Empezó a colocar en el armario la poca ropa que tenía. Otra ciudad, otra gente. Nadie para darle la bienvenida. Solo esa soledad, fiel compañera para iniciar ese sueño.
Con la mirada fija en las cortinas de la habitación, Ana se sumergía con sus reflexiones, retrocediendo pocas horas antes, recordaba con tristeza como había entregado absolutamente todo a cambio de nada. Se veía regresando a casa de sus padres, preguntándose una y otra vez el motivo de aquello.
El timbre de la puerta la sacó bruscamente de sus pensamientos. Se trataba del vecino del piso de al lado, había escuchado ruido en el piso y quería averiguar lo que estaba pasando dentro de la vivienda. Ana no quería dar explicación alguna, así que le dijo que había alquilado el piso y estaba de mudanza, cerró la puerta rápidamente.
Esa noche, de esta forma, fue dominada por el miedo, perdiéndose en el silencio, abrigada por las sombras fantasmagóricas. En ese momento, sintió la necesidad de contarle alguien sus temores. Deseaba desahogarse con alguien, pero las dudas surgían como conejos de una chistera, a saber qué personaje extraño habitaba puerta con puerta, a lo sumo la miraría extrañado, tratara de poner alguna escusa y se marchará haciendo un comentario insulso. Pero no podía dejar de pensar en el vecino otra vez. Estaba segura de que le iba a sorprender y que no sería como ella se imaginaba.
Su yo interno luchaba con esa soledad que le angustiaba cada vez más. Así que, sin más, abrió la puerta y llamó al timbre del vecino. En la mano llevaba un libro, era una buena excusa para empezar una amistad o algo que se le pareciera. Se abrió la puerta y una mano la cogió a la fuerza introduciéndola en la vivienda. Un golpe en la cabeza la dejó sin conocimiento.
Se despertó en el hospital, en una fría habitación con un misterioso joven, un misterioso joven que la había encontrado tirada en la calle, le llamó la atención una pulsera idéntica a la que ella usaba en su mano izquierda.
La pulsera le hizo encontrar el amor de su vida y desde entonces esta se convirtió en su amuleto de la buena suerte. Así de esta manera, Ana comenzó una bonita y duradera relación de amor. De esta manera, la vida de Ana cambió. El amor ya no pasaba de largo, ni era una mera observadora del amor de otros. “El amor no se busca ni se persigue, aparece” pensaba Acariciando la pulsera que llevaba en la muñeca derecha.
Esta vez sí que había comprendido todo. O tal vez, quería creer. Y así uno detrás de otro, se agolpan los recuerdos reclamando su sitio en esa historia.